Actualizado el 20 enero, 2021
Llevaba dos días aterrizada en Burkina Faso y aún andaba dudosa de si este viaje me iba a gustar. Era todo tan nuevo, tan extraño, tan precario, que no sabía, que dudaba. Y al mismo tiempo no paraba de decirme a mí misma que «fuera tonterías», que era un viaje soñado y por fin estaba de vacaciones… pero me costaba. El caso es que llegamos a Gorom Gorom un miércoles. Me pareció un pueblo de adobe un tanto maltrecho, pero teníamos una poderosa razón para estar allí. Al día siguiente era el día de mercado, y sería mi primer mercado africano.
El primer atardecer en el Sahel y una noche de pesadilla
Atardecía cuando dejamos las cosas en el mejor hotel, y creo que único, de Gorom Gorom. El Hotel de L’amitié, Hotel de la Amistad. Bonito nombre.
Era un edificio de adobe muy aparente en el exterior que contrastaba con sus habitaciones con solera, algo que en África se traduce en paredes con churretes indefinibles, baños con desconchones y todos esos detallitos.
Nuestro guía nos entregó un gran bote de spray matabichos con la recomendación de que rociáramos bien la habitación unas horas antes de irnos a dormir para que al volver no muriéramos intoxicados. Mari (mi compañera de habitación y desde entonces persona muy querida en mi vida), y yo nos rebelamos contra esa precaución. La habitación estaba bien barrida y la perspectiva de respirar veneno mientras dormíamos, como que no.
Yo tenía unas ganas tremendas de salir a dar una vuelta por el pueblo después de estar casi todo el día embutidos en los 4×4. Aunque de camino habíamos parado en Bani, la ciudad de las 7 mezquitas, el resto del trayecto fue un paisaje poco alentador. O era yo, que seguía sin sentirme del todo cómoda.
La luz del día estaba en sus últimos estertores cuando nos pusimos en marcha por la pista de tierra, que era la carretera que nos había traído.
Enseguida se acoplan algunos chavales y algún autoproclamado guía. En la plaza hay un pequeño campo de fútbol y acordamos, no sé bien con quién, comprar un balón al día siguiente, en el mercado, para regalar a los niños del pueblo.
El paseo es corto porque enseguida se hace oscuro, pero aún nos da tiempo a saludar a alguna familia que toma el fresco junto a su casa. Sonrientes, nos dan la bienvenida. Me parecen muy agradables.
La oscuridad africana es total porque el alumbrado público brilla por su ausencia, o al menos por aquél entonces, año 2008. Y menos mal, porque a la vuelta de dicho paseo entenderíamos que mejor no encender la luz.
Cuando volvimos al hotel decidí ir a ponerme las sandalias porque seguía haciendo mucho calor. Íbamos a cenar en el patio lo que habíamos encargado esa misma mañana por teléfono. Medio pollo a la brasa para cada uno y arroz para acompañar, si no recuerdo mal. No, no te eches las manos a la cabeza. Medio pollo de África occidental responde a un cuarto, posiblemente menos, de uno de los nuestros. Y digo “de África occidental” y no burkinabés porque esta es una constante que me he encontrado en algunos otros países del continente como Benin, Togo o Camerún.
Como te iba contando, salí mi ufana con mis sandalias a la puerta de la calle. Ya era de noche y las luces que iluminaban la fachada del Hotel de la Amistad llevaban encendidas un rato. Según puse un pie en el exterior advertí movimiento en el suelo y un “crack” inconfundible.
Miles y miles de insectos cubrían el suelo y la pared, que ya era de color negro o casi negro. No sé qué eran. Mi paranoia me dijo que cucarachas, pero seguramente era una amalgama de escarabajos y otros insectos puede que inofensivos. O no. En fin, mi reacción fue totalmente visceral. ¡Aaaaahhhhh! Crucé la recepción casi corriendo y con cara de espanto, el personal del lugar me miraba sin entender, y yo avisaba a todos los compañeros con los que me crucé por el camino. Debieron de pensar que la blanca estaba loca.
Me puse los calcetines y las zapatillas, y me armé de valor para volver a salir y cruzar la «zona 0».
Cenamos en el centro del patio, en una mesa improvisada con unos tablones y «burritos». Lo hicimos completamente a oscuras para evitar que esa legión de insectos inundara la mesa y nuestros platos. Poco a poco me fui tranquilizando viendo que sí, al estar a oscuras no venían a por nosotros… y después de un rato de sobremesa y un poco de charla acerca de lo que nos aguardaba al día siguiente, nos fuimos a dormir. Ahí empezó la pesadilla.
He dicho antes que nosotras no habíamos rociado la habitación con insecticida. Nos parecía del todo insano y exagerado cuando en principio todo parecía limpio. Viejo y básico, pero limpio.
Sin embargo, cuando nos fuimos a acostar, además de seguir impresionada con la cantidad de bichillos del exterior, me encontré con alguno encima de la cama y otros correteando por las paredes. No eran muchos, pero el panorama no ayudaba a relajarme y la aprensión se había instalado en mi mente.
A todo esto, tuvimos que encender el aire acondicionado porque hacía mucho, pero que mucho calor, y no teníamos ventana. Y… en fin, los aparatos de aire acondicionado en esas latitudes hacen un sonido de reactor a punto de despegar que se suele acompañar del ruido de agua goteando y algunos otros quejidos indescifrables.
Mari se quedó dormida enseguida y empezó a roncar mientras la paranoia se adueñaba de mí: los bichos debían de estar entrando por los conductos del aire acondicionado, me decía a mí misma, escuchando con atención los ruiditos del aparato. En mi mente se dibujaba la escena de miles de bichos entrando «a chorros». Miles de bichos que se subirían a la cama, que irían a por mí. Lo dicho, paranoica perdida. No pegué ojo en toda la noche.
Los «antecedentes» del mercado
Por la mañana todos los bichos habían desaparecido. No recuerdo ninguna picadura, por cierto. Desayunamos y nos fuimos al pueblo. Era temprano y aun así yo pensaba que quizá estábamos yendo un poco tarde. En mi cabeza tenía la convicción de que estos mercados empiezan al amanecer y se acaban pronto, cuando en realidad no es así.
Los mercados africanos rurales, como el de Gorom Gorom, empiezan cuando la gente llega de allí de donde viene, y eso suele ser entrada la mañana porque muchos vendedores y clientes se desplazan desde varios kilómetros a la redonda y no quieren viajar de noche. En la noche reinan los djinn, los espíritus que pueden atacarles o ponerles en aprietos.
Algunos tienen la posibilidad de ir en sus monturas: asnos, camellos. O hacen autostop, pedalean en su bicicleta o incluso pilotan una moto los más afortunados. Pero muchos no. Muchos tienen que caminar, y punto.
Seguramente se detengan un kilómetro antes para vestirse con sus mejores ropas, porque el día de mercado es un día de transacciones pero también de esparcimiento. Un día de presumir, de enamorarse, o de arreglar matrimonios.
Así pues, como todo está tranquilo para mi desconcierto y cierta desazón (vuelve la pregunta que me ronda en la cabeza esos primeros días ¿me va a gustar esto?), nuestro guía Kim decide que vayamos a visitar a una familia Bella, pueblo que dicen son antiguos sirvientes de los tuareg.
Visitando a una familia Bella
Nos recibe el cabeza de familia. Su hogar se compone de varias casas de adobe con techo de paja en medio de campos que en esta época del año, la del monzón, están verdes.
Tras algo de conversación nos muestra con alegría la cría de uno de sus camellos. El ganado es su medio de vida y cualquier novedad positiva al respecto es igual o más importante que la propia familia.
Hablando de familia, nos desperdigamos un poco y vamos a saludar a las mujeres que andan por allí con sus críos. No recuerdo bien si no había más hombres porque se habían ido ya al mercado, probablemente sí. Conocemos a una mujer que está amamantando a sus gemelos o mellizos. Para ellos esto es una bendición, y no serán los primeros que vemos. La felicitamos por ello.
Nuestro anfitrión pide a los niños que nos canten una canción. Lo hacen alegres, marcando el ritmo con sus palmadas. Después se disponen para posar ante la cámara. Todos tiesos, serios, como si estuvieran en el estudio fotográfico del pueblo.
Los vestidos y el contraste con su piel me asaltan. Los colores hacen que todo parezca mejor, aunque en realidad esta gente lleva un vida dura, muy dura. Sólo hay que mirar las camisetas rasgadas de algunos de ellos. Las tripas hinchadas.
Ellas pasan varias horas al día moliendo el grano de mijo a golpes, con el ingenio que se lleva utilizando desde el Neolítico. Ellos pasan el día con el ganado o buscándose la vida en el pueblo.
Si la época de lluvias viene mal, pasarán hambre. Hambre de verdad.
Pero los colores que alegran la mirada y el verde que tiñe los campos en el mes de agosto, a pesar del calor, disfraza la realidad.
Y por fin, el primer mercado africano que piso en mi vida
Ahora sí, volvemos a Gorom Gorom y lo primero que hacemos es ir a la zona de animales. Resulta que al final nos hemos entretenido un poco y nos dicen que está terminando.
Esta zona está en los límites del casco urbano, en un recinto amplio y vallado con muros de adobe. En un lado hay abrevaderos y dos o tres árboles grandes en los que refugiarse del sol.
Observo a los Tuareg, que son más altos que los demás y llevan grandes turbantes. Me emociono al verlos, es la primera vez en mi vida que los tengo cara a cara. Los Tuareg que hay en Gorom Gorom son refugiados que salieron de Tombuctú cuando las revueltas de los años 90.
También hay Fulani o Peuls, otro pueblo mítico del Sahel, nómadas que se resisten a sedentarizarse y circulan por todo el Sahel llegando al norte de Camerún. Llevan sus característicos sombreros de paja cónicos, combinados con gafas de sol, relojes digitales y bolsas deportivas o tipo maletín «moderno». Aquí tienes un buen resumen, por si quieres leer más sobre ellos.
El mercado de ganado es un espacio masculino. Todos son hombres que estrechan sus manos tras haber finalizado el regateo. Compran y venden cabras, alguna vaca, algún camello. Según sus posibilidades. Y por supuesto charlan, se saludan, se llevan la mano al corazón, preguntan por la familia, se cuentan las novedades: una boda, un funeral, un nacimiento, lo que sea. Como se ha hecho toda la vida.
Después nos vamos al centro de Gorom Gorom. Nos encontramos con la calle principal casi tomada por sacos enormes recién descargados. Decidimos desperdigarnos, cada uno a lo suyo, a lo que le apetezca, y quedamos a una hora en un pequeño restaurante para comer.
Me quedo sola en mi primer mercado africano. Sin haber dormido casi y con el sol machacándome la cabeza. Casi no tengo agua. Lo empiezo a pasar mal, a encontrarme mal, mientras deambulo por los puestos de mil mercancías entre los que no distingo la venta de agua o refrescos embotellados. Los mercados africanos son así, abigarrados, repletos de estímulos. No sabes para dónde mirar y yo no estoy en condiciones.
Decido sentarme un rato a la sombra y esperar a que se me pase lo que creo es una insolación. Unos pequeños vienen a curiosearme. Trato de sonreír y tal, pero me cuesta. Al final me encuentran Yolanda y Toni, dos de mis compañeros y también amigos desde entonces. Han conseguido agua fría y me dan de beber. Por fin puedo relajarme y entonces sí, recorro el mercado.
Me gusta el ritmo que se respira, anoto en mi libreta durante ése descanso. La gente va de puesto en puesto con toda la parsimonia del mundo. Algunos hombres van cogidos de la mano. Se detienen a saludar, charlar, intercambiar alguna broma, y después compran o no, según su interés. Parece que todos se conocen.
Observo a un grupo de mujeres sentadas en el suelo. Junto a ellas hay una peul con trenzas que terminan en abalorios de metal. Me parece tan elegante…
Lo que hubiera dado por conocer su lengua y cotillear esas conversaciones.
En el mercado de Gorom Gorom se vende una verdura que no conozco. Parece una espinaca con mucha fibra. Está ya cocida y la sirven en montoncitos. También hay verduras de los huertos próximos y por supuesto mijo, maíz, arroz, patatas, tomates. Todo se vende en montoncitos. Pocos tienen dinero para comprar mucha cantidad de lo que sea.
Casi todo se dispone en el suelo o en pequeñas mesas de madera. Las mujeres trabajan en la zona de alimentos excepto la carne, y los hombres con casi todo lo demás.
Llego a la zona de las carnicerías, que es una extensión de puestos hechos con palos, tablas y tejadillos de paja. Hay hogueras encendidas en los extremos y con el humazo, que no se aprecia bien en las fotos, llegan los aromas de la carne a la brasa. La sirven cortada en trocitos, en trozos de papel acartonado. Compras la cantidad que quieres y te la comes por allí, con las manos. Se va abriendo el apetito.
Me llama la atención un puesto de cacharros de barro cocido. Son vasijas preciosas, con una decoración sencilla pero suficiente. Y también la zona de las esterillas, todas enrolladas y apiladas en vertical. Sirven para cercar el jardín, para fabricarte un refugio, o para alfombrar el suelo de tu casa. Por allí están también las “tiendas” de cachivaches varios y de telas. Incluso hay sastres cosiendo sin descanso.
Entre unos puestos y otros hay grandes troncos de árboles secos que los clientes utilizan para sentarse, de manera indolente, a charlar. Los burritos aguardan pacientemente y los niños juegan al futbolín o hacen recados mandados por sus abuelos, padres o tíos. Todo bajo ese sol que me taladra la cabeza insomne.
No recuerdo ver a más turistas que nuestro pequeño grupo, aunque alguno habría. Gorom Gorom queda un poco a desmano y sólo el mercado de los jueves justifica el desplazamiento.
Durante la comida, en un patio rodeado de muros de adobe y con algo de sombra, a base de carne asada y arroz, vienen a visitarnos unas amigas de Kim. Una de ellas es muy joven y viene arregladísima. Me llama la atención su maquillaje y su peinado. Puede que sea una peluca, tan usadas en África occidental. Nos cuentan que la joven ya tiene casi todo listo para irse a Europa, si no recuerdo mal. En su mirada advierto algo de orgullo, también de emoción, de timidez, y un punto de miedo. No me extraña. Espero que le haya ido bien.
Esa tarde sí fumigamos la habitación, y además me quedé prácticamente dormida encima de la mesa del patio donde volvimos a cenar en estricta oscuridad, iluminando el plato sólo de vez en cuando con la luz de la linterna.
Dormí de un tirón y al día siguiente… al día siguiente vi el mundo de otra manera y me enamoré de África irremediablemente. No sé si fue el ritmo del mercado, las horas de descanso que no había tenido hasta entonces, o que empezamos nuestra ruta por el Sahel en dirección a Mali. Sólo sé que ya no tuve dudas y que disfruté al cien por cien los momentos que nos fue regalando este viaje inolvidable.
¡Cuántas cosas aprendí y me impactaron en este primer viaje al África subsahariana!
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