Uno de los lugares que más me sorprendieron por su alegría y simpatía es Bobo Dioulasso. Bobo para los amigos. Quizá porque no esperaba nada, porque no sabía nada de esta ciudad, la segunda ciudad de Burkina Faso, la «capital económica» del país.
Bobo Dioulasso era la capital del antiguo Alto Volta
Hasta poco antes de la independencia, en 1960.
Esta es la tierra de los Bobo Dioulas, la única tribu que plantó cara y resistió ante los intentos de colonización de los Mossi (etnia mayoritaria de Burkina). Desde el s. XIII habitan este lugar.
Desde o en Bobo empiezan y terminan los circuitos para conocer las regiones Lobi, Gan y Senufo. Por eso es una ciudad más popular para el turismo que la misma capital, Ouagadogou. Pero no te engañes, puedes pasar días sin ver a ningún turista o viajero por allí. Sí a algún expatriado, miembros de ONGs, empresarios.
Qué hacer en Bobo Dioulasso
Esta es una ciudad de artistas, especialmente de músicos. Lo que es Bamako en Malí. Y eso se ve y se vive en la calle.

Músicos que te encuentras en una casita tocando los tambores. O en una de las cervecerías tradicionales del barrio antiguo. Música sonando en las tiendas, en los coches. Música alegre, divertida, de voces claras y bonitas. Diferente a la música maliense -más conocida en Occidente-, que es mucho más lánguida y algo tristona (aunque bellísima).
Hablando de ello, fuimos a conocer una de esas cervecerías tradicionales. Allí se fabrica un montón de litros de cerveza de mijo cada día. A partir de las 11 de la mañana aproximadamente, se empieza a beber. Las mujeres son las encargadas de prepararla.
La cerveza de mijo es como debía de ser la primera cerveza que fabricó el ser humano allá por el neolítico. Grano molido y hervido, hasta que fermente.

Los músicos, toda una banda, acompañan la jornada tocando una y otra pieza. Mientras, los hombres y mujeres van y vienen.
Se toman una, o unas cuantas, o muchas calabazas de cerveza. Charlan o bailan, se van. Así hasta que se acaba la cerveza. Una juerga en toda regla, vamos.

Nosotros tratamos de integrarnos con unas calabazas y un poco de charla en los bancos frente a los músicos y bailarines. Alguno tuvo que salir a bailar también, no fue mi caso, je, je.

La cerveza de mijo me gustó. Templada, es un poco ácida y tiene un puntito gaseoso que no sé de dónde sale (y no voy a preguntar!). En realidad, se parece un poquito a la sidra natural. Únicamente hay que cuidar de que no caiga una mosca en la calabaza y te la bebas junto con lo demás.
En Bobo no hay monumentos, ni siquiera museos que ver. Pero hay gente que te dedica grandes sonrisas y que caminan con ritmo y poesía en sus cuerpos. Con la cabeza alta y orgullosa a pesar de que no gozan de bienestar precisamente. Burkina es uno de los países más pobres de África. Y quizá esto fue lo que me encandiló de la ciudad, no lo sé.

La gran mezquita de Bobo
Bueno, he dicho que no hay monumentos, pero está la Gran Mezquita (Grande Mosquée). Justo donde empieza el «casco antiguo» de la ciudad.

Un ejemplo de arquitectura saheliana, como los que se pueden ver en el norte de Mali.

Nos permitieron entrar, pero esto es algo que ya no se puede hacer libremente. Antes sí. Unos irrespetuosos «visitantes» del París-Dakar del año 2000 entraron sin ni siquiera quitarse los zapatos. Los que conocéis mínimamente la religión islámica y habéis pisado más de una mezquita, sabéis qué afrenta supone eso. Nunca me ha gustado ése rallye, con datos como este, mucho menos.
Al lado de la mezquita una mujer vende orugas fritas en plato o en bocadillo (las baguettes, herencia de la colonia francesa). Por lo visto es un manjar al que pocos burkinabeses se resisten. Les encanta! Decidí pasar, más que nada porque el aceite estaba ya muy negro, ji, ji.

La vieja Bobo Dioulasso: Kibidwe
Y así empezamos nuestro paseo por Kibidwe, el barrio más antiguo de la ciudad.

Las casas son de barro, las calles están sin pavimentar, los críos juegan aquí y allá. Un herrero trabaja en su fragua mientras bajamos a observar el río que discurre allí al lado.
Y creo que fue por aquí, cuando paramos en el soportal de una casa y me senté un momento, cuando una niña dulce y preciosa se sentó a mi lado y «disimuladamente» (girando la cabeza hacia otro lado), me pasó un dedo por el brazo para sentir el tacto de mi piel, distinta a la suya, y con pelillos! :D. Pura curiosidad que terminó en un cruce de miradas y una risa. Uno de los momentos más bonitos de mi vida.

Aquí, en este barrio, está Sya, la casa de los ancestros Bobo. Según la tradición fue la casa de los fundadores de la ciudad. A su lado se alza una especie de estatua que representa lo masculino y femenino.
También hay una calle llena de alfareros vendiendo sus platos y ollas de barro, que son realmente bonitas. Creo que fue ahí cuando empezó a diluviar sobre nuestras cabezas.
Dicen que este barrio es un poco peligroso y que es mejor ir acompañado de un guía. Creo que no es para tanto, pero te lo cuento por si acaso.
Saliendo de marcha en Bobo Dioulasso
La noche se puede cerrar en una discoteca. Así lo hicimos y es una de esas experiencias que se te quedan en la memoria, je, je, pero de la que lamentablemente no tengo fotos.
Las discos allí son como los «chiringuitos» de la costa española. Un patio amurallado, una caseta donde se sirven las bebidas, mesas y sillas, y en el centro la pista de baile donde sólo se baila. Ni se bebe, ni se fuma.
Tanto ellos como ellas irán a por ti. Para retarte o para sacarte a bailar. Y no hay tregua ni cuerpo «de hombre blanco» que siga ése ritmo con ésa gracia. En fin, aquí no nos educan para el baile, una lástima.
Curiosísimo fue escuchar que cada dos-tres canciones emitían una cuña de campaña anti-SIDA, o campaña anti-ablación femenina. No os creáis, que no se interrumpía ninguna fiesta por estos mensajes. Quizá sirvan de algo, quién sabe.
Empezó a llover, esta vez en serio y al cabo de casi una hora de espera bajo un tejadillo minúsculo decidimos volver al hotel por las calles encharcadas. Unas carreras, un pequeño accidente de una amiga (cayó a una zanja de medio metro, al día siguiente no entendíamos cómo no se había roto nada o matado), y llegamos al hotel hechos una sopa. Un día que nunca olvidaré, una ciudad a la que me gustaría volver.
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