Actualizado el 25 enero, 2021
Viajé a Oporto por primera vez hace más de diez años para una reunión de trabajo. Al finalizar la misma teníamos tres o cuatro horas antes del vuelo de regreso, así que mis compañeros y yo decidimos darnos una vuelta por el centro, bajando hasta la Ribeira. Nunca olvidaré cómo me impactó. Ahora que la he recorrido a placer, puedo decir que he vuelto impresionada por su belleza y por eso el cuerpo me pide escribir sobre ello. Aquí tienes las imágenes y sensaciones de Oporto que me he traído a casa, y para quedarse mucho tiempo en mi cabeza y corazón.
En aquélla primera visita, las calles se sucedían entre tejados rojos y chimeneas. Desde algunos rincones parecía que nos hubiéramos metido en la novela Oliver Twist de Charles Dickens, porque ante nosotros se extendía una ciudad con pinta de industrial, gris, entre neblinas. Recuerdo haber contemplado a una señora con vestido negro, delantal blanco y pañuelo en la cabeza que iba a una fuente a lavar ropa a mano. Yo iba cargada con el ordenador portátil (de los de entonces, que pesaban el doble que los actuales) y unos zapatos poco adecuados para los adoquines de la vieja Oporto. Pero me dio igual.
Quiero cantar a sus fachadas de azulejos, a los balcones roídos y rotos, a la ropa tendida al sol, y a las escenas marineras.
Y quiero enseñártela con un buen puñado de fotos, la mayoría más «personales» y menos «postales típicas» (o eso quiero creer)… y unas letras.
La comparaciones son odiosas
Inevitablemente caes en las comparaciones, y en este caso Oporto ha de competir con Lisboa. Si has estado en las dos ciudades, esto es así, inevitable. No digo que esté bien, sino que es un reflejo mental difícil de soslayar. Lisboa suele encantar, y yo no me libro de ello, pero Oporto te hace dudar. A día de hoy creo que me gusta más, aunque ¿qué más da? son dos ciudades preciosas.
Si desembarcas en el centro de la ciudad saliendo del metro de Sao Bento, con la mochila y el camino del hotel en tu cabeza, te quedarás con la boca abierta. Así me ocurrió a mi, y no es sólo porque la luz del sol ya estuviera baja y empezara a teñir de dorado todo lo que toca, no. No es sólo por eso.
La plaza en la que está la antigua estación de tren, pequeña y llena de arte con sus azulejos históricos, es impresionante.
La iglesia Dos Congregados con su fachada salpicada de azulejos preside esta plaza que ya se ha quedado grabada en mi memoria como el primer recuerdo de Oporto.
Enfrente hay una buena muestra de edificios llenos de ventanas y balcones, con algún anuncio antiguo que da como ternura por lo simple, directo y claro que es en su intención de venta.
Y la gente sentada en el murete de piedra que hay junto al edificio de la estación, charlan de sus cosas mientras los turistas vienen y van. Un poco más allá, una columna de humo señala dónde puedes comprarte una docena de castañas asadas por un euro y medio
Las gaviotas vuelan vertiginosamente arriba y abajo, pasando a ras sobre tu cabeza.
¡Cuántas gaviotas locas y presumidas hay en Oporto!!
Oporto no deja de sorprender. En cada rincón, con cada rayo de sol, con las mejores luces e incluso con la del mediodía. La cercanía de “los sitios que ver» (¡un pequeño paseo de uno a otro!) también sorprende, pero más las torres barrocas, las estatuas, las vistas desde muchos puntos de la ciudad.
Y la dulzura de su gente. Porque no es que hablen suave, con esa cadencia del portugués que resulta poética, sino que sus sonrisas y gestos hacia el de fuera son maravillosos.
Algo tendrá que ver la proliferación de pastelerías o confiterías, que hay más que bares me atrevería a decir. Tendrá que ver también, quizá, la fatiga permanente de vivir en una ciudad donde las cuestas y escaleras son constantes, aunque a veces la inclinación no te parezca que sea tanta.
Cuando ves a los mayores subiendo y bajando con sus bolsas de la compra, lentamente, a veces con una expresión de dolor, cansancio, no puedes evitar compadecerles. Pero cuando te hablan lo hacen con tranquilidad, una sonrisa, y mucha amabilidad.
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Postales para viajar a Oporto
La Ribeira o paseo junto al Duero es el rincón más famoso, presidido por el Puente de Luis I, y allí que te vas a ver el primer atardecer, como hace todo el mundo. Probablemente repitas. El lugar es indiscutiblemente bonito y no vamos a dejar de reconocérselo por ser el más famoso ¿no?
Pero cierto es que el interior de la ciudad es fascinante. Y la verdad es que buscando información de Oporto, no encontraba muchas fotos que me permitieran hacerme una idea de qué me iba a encontrar. Quizá no busqué bien, y quizá me hicieron un favor.
Porque Oporto está lleno de detalles, escenas y postales.
Las casas desiguales, con fachadas estrechas que desafían las líneas horizontales y verticales. De mil formas, estilos y colores. La luz penetrando en las cuestas y rebotando en los cristales de las ventanas.
Los callejones, las plazas irregulares, los detalles art noveau y neoclásicos. Los cafés, los platos de pulpo preparado de mil formas, el bacalao, las conservas. Los pasteis de nata y los bocatas de perniles.
La Torre dos Clérigos despuntando como la Giralda en Sevilla. Siempre a la vista.
Hay murales de arte urbano donde menos te los esperas. Alguno emociona, como el homenaje a los mayores del artista Daniel Eime.
Iglesias encaladas con esquinas de piedra, fuentes, tiendas de toda la vida, bares de barrio con los cuatro feligreses mirando la tele. Cabinas de teléfonos como las de Londres.
Los turistas pululamos por esta ciudad de cuento, romántica, brillante y decadente. Somos muchos, pero la ciudad se impone a todos nosotros.
Oporto sigue siendo Oporto. Sigue siendo ella misma, o eso me ha parecido. Aunque a juzgar por el número de grúas no sé si se está preparando para «el cambio» que están experimentando otras como Lisboa, o la misma Madrid. Ay.
Oporto también es mar
Sí. Hay vida más allá del casco antiguo de la ciudad y está en la Foz do Douro o la desembocadura del río Duero en el indómito Océano Atlántico. Con su faro rodeado de olas estrellándose en el rompiente. Con su gran paseo peatonal que permite ir andando, aunque puedes hacer el recorrido en el bonito tranvía nº 1.
Viajar a Oporto para un fin de semana es quedarte con las ganas de más Portugal. Ganas de seguir camino por la costa, de recorrer el interior, de sumergirte en el Portugal de siempre. Habrá que volver, y para más tiempo. Prometido.
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