Actualizado el 9 abril, 2024
Mirando fotografías, me doy cuenta de cómo de unos años a esta parte hay algo que intento retratar, conservar. Siempre hago algunas fotos de las texturas de los viajes que realizo.
¿Os habéis parado a pensar alguna vez en las texturas de los viajes?
Todo cuerpo, animado o inanimado, tiene una, varias, o infinitas texturas. Cuando viajas también te encuentras con ellas.
Otra cosa es pararte a pensarlas y sentirlas, siendo consciente de que están ahí. De que las estás tocando, sintiendo, experimentando.
Claro está que hablo desde mi punto de vista, nunca mejor dicho. Si fuera ciega o invidente la cosa sería bien distinta, pero estoy segura de que si alguien con esa discapacidad lee este post, entenderá muchas de las cosas que digo.
Toda mi admiración a los que se atreven a viajar muy lejos para experimentar el mundo sin poder verlo.
Las texturas de los viajes están ahí, pero realmente ¿cuántas veces las tocamos?
A ver, entendedme. Está claro que no puedes ir tocando todo y a todo el mundo compulsivamente. Quizá te juegues una detención en tal caso, ja, ja, ja. Pero… Creo que viajamos más a menudo con la vista, el oído y el olfato, que con el tacto.
¿Recordáis, por ejemplo de vuestro último viaje, cuándo fue la primera vez que tocasteis algo allí? ¿cuál fue el primer contacto físico?
Más sencillo ¿qué texturas recordáis de ese viaje, así en general? venga, sin pesarlo, haced un barrido rápido de recuerdos! A lo mejor no es tan fácil como parece.
En especial, cuando el lugar es más lejano, más diferente y quizá más pobre, podría incluso afirmar que evitamos el contacto físico en las primeras horas de nuestro viaje ¿Aprensión, o cautela ante lo extraño?
Desde mis recuerdos casi remotos, creo haber evitado el contacto con el destino en las primeras horas de un sitio que entonces me pareció muy sucio (bueno, que lo estaba, la verdad sea dicha): Katmandú.
Fue mi primera vez en la lejana Asia. Y sí, la mugre nos rodeaba hasta límites insospechados.
No me entendáis mal. Yo miraba curiosa a todas partes y me sentía muy confiada, además de feliz por estar allí. Nepal es un país maravilloso y eso no lo cambia nada.
Pero tengo que confesar que en las primeras horas allí prefería tocar lo menos posible las cosas. Lógicamente es algo imposible de sostener mucho en el tiempo, especialmente si tu actitud no es la de alguien que teme contagiarse del mundo (ya sabéis, esos que andan siempre con un jabón o una toallita a mano). No es mi caso, desde luego. Pero sí, ahí estaba esa ligera aprensión.
Ese reflejo de agarrar tu mochila, tus cosas, y no tener manos libres para nada más mientras andas por ahí… Esa maldita costumbre.
Con el correr de las horas, y más de los días, pasamos a todo lo contrario. A no importarte tanto, ni siquiera un poco, muchos de los tactos a los que el viaje te somete.
Es lo bueno de viajar, que abre tus sentidos. Si tú quieres. Y si te paras a pensarlo, saber lo que tocas hace que lo vivas más… como cuando te concentras en el sabor de lo que comes, en la temperatura que experimentas, en los ojos de otra persona. Así que no me enrollo más ;)
Hagamos un repaso de las oportunidades que uno tiene de experimentar texturas en un viaje…
Con los dedos de las manos, con los pies descalzos, con el antebrazo o la pantorrilla.
El contacto con una piel distinta, saludando a alguien, cogiendo de la mano. Acariciando. Abrazando.
El contacto con la rugosidad del tronco de un árbol. Con la hierba.
Tocando las piedras de unas ruinas antiguas. Párate ahí y piensa que fueron tocadas, esculpidas incluso, por tus antepasados, los de todos nosotros. Estas texturas pueden transmitir hasta emociones, no hay que perdérselas (¡siempre y cuando esté permitido tocarlas!).
La arena de la playa o del desierto, tan distintas, aunque en algunos sitios se terminan confundiendo. Esa arena que se cuela en todos los resquicios de tu ropa, bolsillos, y pliegues de la piel.
Los días que pasas en un desierto se pueden contar por el tiempo que tardas, después, en librarte de toda esa arena involuntaria. También por el placer que te produce una ducha, aunque sea un hilo de agua fría en un baño de dudosa limpieza.
Una tela distinta, lanas e hilos que después de admirar sus colores, los tocas para comprobar lo suaves que son, por ejemplo en un mercado local.
La hierba congelada en pleno mes de Mayo, en Islandia. El hielo que quema, de glaciar o de río paralizado en la montaña.
La textura de la comida, cuando estás en un lugar donde la costumbre es comer con las manos. No te niegues eso, no insistas en usar cubiertos porque «esa no es tu costumbre» y «te da asco». Si te dejas llevar, quizá descubras el placer que es comerse un pollo en salsa con arroz así, hundiendo tus dedos en él (por poner un ejemplo poco fácil porque fruta, pan y queso comemos todos con las manos, eh?)
La suavidad de los líquenes sobre la roca. Puro terciopelo.
La rugosidad de las paredes de adobe. Algunas pintadas de vivos colores, disimulando la sencillez de la materia con que fueron construidas. Otras encaladas, como negando su textura con ese blanco que confunde los relieves.
La piel del otro…
Podría seguir, pero dejo que penséis las vuestras ;)
No os las perdáis, las texturas de los viajes están ahí y merecen ser recordadas igual que todo lo demás.
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Me ha encantado el post, y sobre todo, las fotos. Eres una artista muy creativa ;)
Muchas gracias Kate, me alegra mucho que te haya gustado 🙂😘😘😘