Actualizado el 20 junio, 2022
Lo anuncié en alguno de los primeros posts sobre este país. Las gentes de Sudán se merecen mi homenaje. Porque si algo de este país se ha quedado en mi corazón desde el principio hasta el final son sus gentes. El desierto es maravilloso, su patrimonio histórico también, pero ellos superan todas las expectativas. Te lo juro. No sé si sabré expresar bien todo lo que sentí allí, pero lo voy a intentar.
Por qué este homenaje a las gentes de Sudán
Hay países de los que te traes paisajes en tu memoria. Otros de los que recuerdas sus monumentos, yacimientos arqueológicos, o sencillamente su gastronomía. Y aunque en mi caso la gente suele ocupar un recuerdo especial, en Sudán es decididamente principal.
Lo primero que me llamó la atención es la amabilidad que se estila en la calle, entre ellos. No fue una vez ni dos que pensé en que lo que veía eran escenas que bien podían estar pasando en muchos de nuestros pueblos, o en otros países mediterráneos: Grecia, Italia.
Simpatía, risas francas, chistes, conversación, saludos. No con el turista, no. O más bien no sólo con el turista, que para ellos es signo de apertura y prosperidad más que una fuente de ingresos. Me refiero a que así se relacionan entre ellos a diario.
Los hombres se abrazan entre sí después de darse un apretón de manos, chocando sus respectivos hombros. Las mujeres también se abrazan cuando se conocen, o se saludan con simpatía las más de las veces. Todos se dan como mínimo la mano. También entre hombres y mujeres, por si te lo preguntas, aunque por supuesto hay límites como en todo país islámico. Las sonrisas surgen con facilidad.
En este ambiente es fácil caminar por sus pueblos, mercados, el campo. Y sonreír. Y sentirte acogido.
Los sudaneses son hospitalarios, muy hospitalarios
La bienvenida al extranjero es tan generosa como los saludos entre ellos. Si tienen té, te lo ofrecerán. O galletas, o una porción del plato de fuul (habas) si les pillas comiendo. Lo que sea. Rara vez, sólo en algún sitio muy turístico como las Pirámides de Meroe, te interpelarán para intentar hacer negocio contigo. Y ni siquiera en Meroe son “pesados” o algo similar. Ya me entiendes.
Las gentes de Sudán están en ese punto en el que sólo quieren que te sientas a gusto. Se preocupan realmente por tu bienestar, y tienen la curiosidad de esos países que son poco visitados por los extranjeros.
De dónde eres, cómo se te ha ocurrido visitar Sudán, qué te parece mi país. Por supuesto si les dices que te encanta Sudán y su gente (la verdad), asienten orgullosos. Después vendrán las preguntas sobre tu familia. Si estás casada y tienes hijos. Algunos han viajado a Europa y te cuentan. Otros recitan lo que saben de España. De fútbol, principalmente. En Sudán se sigue la Liga Española muy de cerca y levanta pasiones como en muchos otros lugares del mundo.
Podría seguir extendiéndome en elogios y podría aburrirte con ellos. Por eso voy a compartir contigo algunas fotos de las gentes de Sudán y contarte su contexto.
El tabernero de Sudán
Este es mi apodo para el dueño de un chiringuito de carretera en el que paramos a comer. Uno de los primeros, si no el primero. Estuve observándole mucho rato y terminé bautizándole como Sancho Panza.
Simpático, bonachón. Atendía a todos los clientes que llegaban a reposar y repostar a “su casa”. Les recomendaba la especialidad del día, hacía alguna broma a las señoras y los niños. Conversaba y respondía sus dudas. Todo con su traje lleno de lamparones. Tenía algo de andaluz, no sé si me entiendes. Después ordenaba el pedido diligentemente.
Cuando no había movimiento se acodaba en la ventana que daba a la cocina y miraba a la carretera si no había otra distracción. Su expresión era tranquila, de descanso, quizá un poco de melancolía. ¿En qué estaría divagando? ¿simple descanso, recuerdos, problemas, dificultades, prosperidad, sueños?
Las familias que celebraban un compromiso de boda en Al Khandaq
El primer contacto con las gentes de Sudán fue en Al Khandaq. En medio de una tormenta de arena que ocultaba el río Nilo que intentábamos divisar tozudamente.
Las mujeres nos llamaron en cuanto pasamos a su lado. Yo deseaba saludar y hacerles fotos desde que las divisé a lo lejos. Lo que no me esperaba es que me pidieran una foto después de preguntar de dónde soy. Supongo que mi sonrisa y mi saludo en árabe ayudaron.
Una chica más emperifollada que las demás, cogida del brazo de otra, su amiga o prima o hermana, se acercaron. Alguien me informó de que celebraban su compromiso de boda y por eso estaban allí. Las dos familias pasaban el día haciendo un picnic, una de las actividades de ocio favoritas de las gentes de Sudán.
Los chavales empezaron a arremolinarse. Tras estar un ratito con ellas y ellos, sin compartir idioma pero sí sonrisas, Shadia nos pidió que fuéramos a saludar a los hombres. Era el momento de la sobremesa y estaban sentados un poco más allá. No sé si habían comido todos juntos o esta separación de sexos se mantenía desde el inicio de la jornada.
Nos presentaron al prometido y le dijimos mabrouk, que significa “enhorabuena” en árabe. Enseguida se acercó la novia y le contó que yo le había hecho una foto. Él me pidió verla. Parece que le gustó.
Nos quedamos un buen rato más. Tomamos el té que las mujeres mayores, vestidas de negro y bien tapadas, nos ofrecieron después de llamarnos a su lado. Estaban sentadas en una alfombra sobre la hierba.
Una de las niñas, en inglés, me preguntó a qué países había viajado. Le dije algunos, y después ella afirmó con mucha decisión que ella quería viajar. Que lo iba a hacer, de mayor. Le dije que era una buena decisión.
No hice muchas fotos. No tantas como las que imaginaba mientras estaba con ellos. Hubiera hecho una de cada instante pero opté por relajarme y vivir el momento. Después me dio un poco de pena no llevar más recuerdos de aquella gente encantadora. Y más pena tuve de irnos. Hubiera seguido allí hasta resultar maleducada. Porque ya se sabe, en casi todas partes las visitas se hacen largas.
Los chicos de Dongola
Dongola fue mi primer mercado sudanés. Caminamos entre puestos de verdura, cachivaches. Nos gustaría pasar más desapercibidos, algo imposible porque somos los únicos turistas del lugar. Vamos cautos con la cámara.
Hasta que llegan las sonrisas tranquilizadoras y las peticiones de foto. Muchas veces o siempre te lo dicen en árabe y tú no te enteras. Shadia, nuestra guía, nos avisa y nos traduce. También nos dice “no te sientas obligada, si no quieres no hagas la foto”. Se preocupa de que sea pesado ir haciendo fotos a todo el personal. Je, je. Qué poco nos conocía. Nosotros encantados.
Es un lujo que en un país tan diferente la gente te pida ser fotografiada.
Santi estaba haciendo una foto a dos amigos, y yo me puse a hacer un “robado” de ese posado desde otro ángulo. Uno me vio (justo cuando hice click, arriba tienes la prueba). Con grandes aspavientos el más alto me pidió que posara con ellos. Ale, a ver quién se niega!
Las mujeres de Soleb
En Soleb pasamos un día y una noche, y es uno de los lugares que recuerdo con más cariño.
Por la mañana nos dimos una vuelta por el pueblo acompañados de la mujer del dueño de la guesthouse donde dormíamos.
Entramos en una casa. Saludamos a la abuela, que toda tímida fue a buscar unos dátiles de sus palmeras para que los probemos. Nos sentamos y nos explican cómo las mujeres se hacen cargo de la decoración y remates de las casas, una vez los hombres han construido la estructura. Lo hacen en grupo, llamando a las otras mujeres del pueblo.
Junto a nuestra anfitriona viene una de sus hermanas. Bastante más joven, durante buena parte de la mañana va completamente tapada con su velo. Sin embargo, en un momento dado, se relaja y descubre su rostro.
Es una belleza. Ella no hace más que mirarme fijamente. No sé qué piensa de mí. No sé si es que le gustan mis pendientes, observa cómo visto, o la cámara, que parece que le suscita curiosidad. Puede que tenga inquietudes artísticas. Al final le pido que me deje hacerle una foto. Accede, y aquí está esa foto.
El piloto del ferry de Koka
Tras un rato tomando un té a la sombra llega la hora de subir a un ferry para cruzar el Nilo en un lugar llamado Koka. Subimos junto a la cabina del piloto, que en ese momento se va. En realidad es un cambio de turno.
Llega el nuevo piloto. Serio, tras unas enormes gafas de sol. Es un tío enorme, como muchos sudaneses. Se sienta en su asiento y toma los mandos. Entonces se da media vuelta y me pregunta de dónde somos. Al saber que venimos de España, dice algo del Real Madrid o del F.C. Barcelona, ya no me acuerdo. Se anima, pues. Sonríe y le pregunto si le puedo hacer un retrato. Asiente complacido. Posa. Nos hacemos otra juntos.
Llega el momento de salir y él se centra en lo suyo. Nosotros en lo nuestro, a contemplar el río Nilo.
La niña de Tombus
En la casa privada donde nos alojamos en el pequeño y bonito pueblo de Tombus hay una niña. Bueno, hay más críos, pero yo me quedo prendada de esta niña cuyo nombre no recuerdo.
No le da miedo acercarse a mí, cosa que sí a su hermanito pequeño. Es tímida y tranquila. Sencillamente viene, se para a mi lado, me observa, me sonríe. La barrera del idioma impide más.
Por la noche observa cómo lavo mi ropa en un grifo que hay en el patio, y cómo la tiendo.
Le hago una ranita de papel, lo único que sé hacer de papiroflexia, pero suficiente porque salta y eso siempre provoca las delicias de los niños (y mayores). En esa tarde y la siguiente mañana siento que nos hacemos amigas.
Las mujeres del niqab
Un día hablamos con Shadia de las mujeres que llevan niqab en Sudán. El niqab es esa tela negra que les cubre de los pies a la cabeza y que sólo deja los ojos al descubierto. Además llevan medias negras tupidas e incluso guantes negros. Para que no se vea ni un centímetro de su piel. Justo habíamos saludado a una que respondió educadamente, pero seria. Shadia nos advirtió que no intentáramos hacerle una foto y sí, creo que esa mujer miró la cámara que colgaba de mi cuello con aprensión.
Son emigrantes que vivieron un tiempo en Arabia Saudí. Se fueron allí con sus maridos para trabajar y volver con ahorros. Se trajeron también las costumbres y ese extremismo que relega a la mujer a ser un bulto oscuro en la calle. Nada que ver con el resto de sudanesas, más si son nubias.
Shadia nos cuenta impotente que vuelven con el cerebro lavado. Esta fue la expresión literal que utilizó.
A los musulmanes de Sudán les gusta las reuniones sociales, la conversación, la música, el baile, el cachondeo, la fiesta. Sin embargo, estas mujeres vuelven de Arabia Saudí cambiadas. Callan. Fruncen el ceño si hay algún evento. No quieren participar. Se dedican a sus labores y reprenden a las demás, las otras, las que antes eran sus amigas, por llevar una vida «demasiado disoluta».
¿Se han dejado impregnar del extremismo religioso o son obligadas a ello por sus maridos?
Pregunto por los hombres. Si los hombres vuelven cambiados de Arabia Saudí. Shadia se encoge de hombros y dice algo así como ¿qué más da? ellos siempre hacen lo que quieren.
Los hombres de Kerma
Desgraciadamente no es día de mercado y la ciudad moderna de Kerma nos recibe somnolienta. Nos tomamos un refresco a la sombra junto al Nilo.
Al otro lado de la calle tres hombres nos observan pero nosotros no hemos reparado en ellos. Están sentados en unos camastros a la puerta de un almacén de sacos. Cuando terminamos nuestra consumición y echamos a andar hacia el mercado semicerrado, nos llaman. Uno de ellos habla buen inglés.
Las preguntas de siempre se suceden. Hablamos de nuestras impresiones de su país, de algo de política internacional y de fútbol (bueno, yo en ese punto de la conversación desconecto).
Otro señor, un poco más mayor, pasa al lado y les dice algo en árabe. Shadia traduce: que cómo están charlando con nosotros y no nos ofrecen ni un té, ni un café. ¡Habráse visto! Se lo agradecemos pero queremos seguir nuestro camino.
La verdad es que viajar en Sudán con tiempo por delante tiene que dar para muchas conversaciones y ratos a la sombra como este. No me importaría, no.
El pescador del Nilo
A la altura del yacimiento de Old Dongola divisamos una barquita en el Nilo con un único tripulante. Shadia decide ir a preguntar al buen hombre si no le importa darnos una vuelta por el río. Habíamos intentado hacerlo en varias ocasiones, pero las sucesivas tormentas de arena nos lo impidieron. Ella quería que navegáramos por el Nilo. Ni Santi ni yo se lo habíamos pedido, pero ella estaba empeñada. Decidida a que nuestra experiencia en Sudán fuera lo más completa posible. Otra señal de cómo son las gentes de Sudán.
El pescador accedió no sin antes advertirnos con timidez de que la barca olía mucho a pescado y que si no nos importaba ese detalle. Faltaría más.
Shadia y él iban conversando no sé muy bien sobre qué. Él nos miraba y sonreía cada tanto. Fueron cinco minutos y la vuelta fue de sólo unos metros, pero qué importaba. El gesto es lo que cuenta y fue realmente amable por su parte.
El vendedor de Karima
Andando casi a tientas entre el polvo de arena suspendido en la atmósfera visitamos el mercado de Karima durante la tormenta de arena más grande que se recordaba en Sudán desde hacía décadas.
En la parte cubierta de dicho mercado pasamos ante una tienda llena hasta rebosar de todo tipo de objetos, cosas para el hogar y el huerto.
Me detuve ante unos platos hechos con hoja de palma y teñidos con colores. Es el tipo de cosas que siempre me han gustado. Algunos tenían forma de tapa, seguramente para tapar la bandeja de fuul que comen a diario la mayoría de familias sudanesas. No eran objetos para el turismo, pero yo decidí comprármelo.
El señor me miraba serio y regateó conmigo sin mover el gesto. Al final llegamos a un acuerdo, un precio que no recuerdo bien pero que me pareció justo.
El hombre no tenía una actitud muy comercial, sino de calma y cierta desidia. ¿Cuántos clientes tendrá cada día?
Accedió sin problemas a que le hiciera una foto después de la compra. De hecho, decidió levantar la mano a modo de saludo para el futuro espectador, para ti.
El tipo del rostro curioso
En ese mismo mercado de Karima, ese mismo día, un hombre me interpela en árabe. Shadia me dice que me ha pedido una foto ¡Claro que sí! Cuando la gente es amable contigo, tú quieres corresponder. Al menos en mi caso es así.
Está sentado en el suelo, apoyado en una pared. Junto a él hay otros dos o tres hombres y les pregunto si ellos quieren también. Niegan con la cabeza y se ríen. Mientras hago la foto le dicen cosas a él. Después Shadia me traduce.
Le dicen, con socarronería, que para qué quiere hacerse una foto si él ya ha hecho el hajj, la peregrinación a la Meca. Supongo que todos se hacen una foto de recuerdo allí. No en vano es uno de los momentos más importantes de la vida para un musulmán.
Él les responde que sí, pero que da igual, que quiere hacerse otra.
No me pide que se la muestre. En general nadie pide eso. Quizá dan por hecho que lo vas a hacer tú, aunque a veces se sorprenden de que se la enseñes… Tampoco te piden que saques la foto de la cámara y se la regales, como me ha ocurrido en India, donde hasta me preguntaban por el precio.
Al final no sé si piden que les hagas una foto porque así piensan que te van a complacer. Es otra teoría.
Las tea lady
Las tea lady están en las paradas de carretera, en los pueblos. Y en especial en la plaza de Karima, donde cada noche plantan su puesto y los compadres se reúnen en torno a ellas a tomar un té o café. Son mujeres que tienen una microempresa: su puesto de té. Y su propio apodo que las hace ser como una clase social especial: las tea lady.
En un metro cuadrado, con un pequeño mostrador, despliegan los botes de especias, ponen el hornillo alimentado con carbón y sirven vasos de té o café a gusto del consumidor.
“Yo quiero un té con menta, por favor”
“yo café con jengibre y cardamomo”
“póngale un poco de pimienta, gracias”
Jóvenes, mayores, delgadas, gruesas, más y menos guapas. Todas realizan su trabajo concentradas, mirando a donde tienen que mirar, sin distraerse salvo cuando ya están todos servidos.
Las más modernas ofrecen vasos de papel para que te lo lleves, sobre todo si se ubican donde paran los autobuses y los pasajeros bajan con prisa a por la bebida que hará más confortable el viaje.
Me pregunto si su jornada de trabajo será más o menos agradable. Y cómo las tratarán los hombres, que son la gran mayoría de sus clientes. Supongo o espero que su estatus especial las proteja, aunque cafres hay en todas partes.
Los gaffir de las pirámides de Karima, Nuri, Meroe, …
Los gaffir son los guardianes o vigilantes de los yacimientos arqueológicos. Llevan toda su vida guardando las pirámides y templos de sus ancestros. Y lo hacen con cariño y tesón. Dándote la bienvenida, sabedores de que están en un sitio privilegiado y codiciado por el turismo.
Conscientes de que su papel es importante para el mantenimiento de estos lugares ancestrales. Seguramente orgullosos de conocer y estar junto a los arqueólogos que campaña tras campaña van a trabajar allí.
De mediana edad y bastante mayores, ancianos en su mayoría, da la impresión de que es un trabajo en extinción. ¿Les sucederá otra generación o los jóvenes no quieren estos empleos? ¿Qué ocurrirá cuando ellos no estén?
La mujer de Es-Suffra que me hizo un tatuaje de henna
Nos abrieron la puerta de su casa en el momento en que estaban comiendo. Eran tres mujeres jóvenes, una anciana y varios críos dando vueltas por allí. Sentadas en los camastros de una de las habitaciones alrededor de una silla-mesita ocupada por la gran bandeja llena de fuul y pan. Escenario básico pero limpio y fresco.
Las escasas turistas que pasan por el yacimiento arqueológico que hay justo al lado son invitadas a hacerse un tatuaje de henna.
Este es un adorno que todas las mujeres de Sudán llevan en los brazos, piernas, dedos de la mano, palmas. Señalan así su estatus de casadas, comprometidas, novias, y qué sé yo qué más.
Los dibujos son bellos y pensé ¿por qué no? Además así contribuía a la magra economía de esta gente.
Nos invitaron a un té y pastas de almendra caseras que me recordaron mucho a las que hacía mi madre hace tiempo.
Enseñé a hacer ranitas de papel a una de ellas. Me lo pidió ella misma después de ver cómo hacía un par a los niños que estaban por allí. A cambio sacó su pintalabios y me pintó los míos 😅
Nos reímos juntas mientras esperaba a que el tinte se secara y pudiera lavarme el brazo para irme de allí con mi flamante “tatuaje” (y mis labios pintados).
El equipo: Shadia, Seif y Mishal
En este viaje éramos cinco personas. Tres sudaneses del equipo de la agencia local Lendi Travels, mi amigo Santi y yo misma. Llegué a sentir que formábamos una pequeña familia.
En especial cogí mucho cariño a Shadia. Desde el primer momento conectamos. Cada vez que soltaba “alguna de las suyas” me reía, sorprendía, o la acompañaba. “Hombres!”, “Con este gobierno qué podemos esperar”, “Ese militar no sabe lo que es Google Earth”, etc.
Mujer decidida, arqueóloga que trabaja en el Museo Arqueológico de Jartum y en los yacimientos de buena parte del país. Soltera, algo difícil a su edad en un país como Sudán. Tímida si se trata de hablar de ella misma. Con carácter, como comprobamos cuando echó una bronca a un policía turístico en un yacimiento arqueológico que encontramos hecho una pena.
Seif era nuestro chófer. Hombre mayor, risueño. No sabe más de cuatro palabras en inglés pero se las ingenia para comunicarse con nosotros. Le encanta la música, bailar, las bromas.
Mishal fue nuestro cocinero. Hábilmente, con cuatro recursos, nos preparaba la comida y cena casi todos los días. Levantándose mucho antes que nosotros o quedándose hasta tarde para preparar lo que luego tomaríamos en ruta.
En la noche que acampamos en el desierto descubrí que aún le quedaban ganas de ver su serie favorita en el móvil. Una de Bollywood, a juzgar por la música que salía del cacharro. Otro tipo que no sabe inglés pero no hace falta, igualmente entrañable.
Es cierto que siendo sólo dos viajeros, las posibilidades de cogernos cariño eran muchas. Pero también de lo contrario. Si no nos hubiéramos gustado… uf, no quiero ni pensarlo, ja, ja.
Afortunadamente eso es difícil que pase con las gentes de Sudán. Con esto no quiero decir que no puedas encontrarte con gente malencarada. Allí, como todas partes, seguro que hay de todo. De hecho te aconsejo que te guardes de los militares y policías. Y por supuesto no hay más que mirar a quienes les gobiernan. La verdad es que es difícil entender que esta buena gente no pierda la sonrisa y la paciencia. Siguen adelante con un ánimo que no sé si aquí estaríamos dispuestos a llevar en su situación. Cada vez me convenzo más de que cuanto más tenemos, peores personas somos en muchos sentidos.
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